lunes, 15 de diciembre de 2008

LA SONRISA DE LA LUNA


La luna cayó del cielo aquella noche, se sumergió en las calientes aguas del mar y el cielo quedó marcado por una blanca estela que lo dividió en dos partes. En la oscuridad de la noche lloré tu ausencia una vez más, no la primera, pero sí la última porque esta vez te había perdido para siempre.
La muerte es siempre fría, pero más cuando te arrebata el alma y se la lleva en tus bolsillos. Es una rutina, la gente muere todos los días, pero no todos los días muere un alma gemela.
Tu cuerpo se sumergió en la tierra exhalando un leve suspiro, así de fácil se muere uno, sin más, sin avisar, dejándote el corazón envuelto en el más denso luto. Decidí irme a la playa sin decírselo a nadie, la soledad me llamaba a gritos arañándome las entrañas. Creí verte un momento entre le luna y el mar, pero al caer ésta, tu imagen se borró sin dejar rastro. En la intimidad de esa soledad buscada, que me traía el eco de nuestra propia intimidad, pude al fin llorar. Lejos quedaba el atolondramiento que me abarrotó el cuerpo al conocer la noticia, los temblores, el gran nudo en la garganta…
No quise verte, imaginar tu cuerpo encerrado en un cajón cortándote la libertad que tanto amaste y buscaste, me era insoportable. Luchabas por vivir al máximo sintiendo que cada minuto era el último, de alguna manera sabías que ibas a morir joven. Yo en cambio aplazaba los momentos buscando una mejor ocasión sin darme cuenta que las mejores ocasiones no nacen de los planes preconcebidos, sino que surgen de sueños espontáneos.
Cuando supe la noticia sentí que moría, pero mi muerte era aún peor que la tuya, porque me obligaba a seguir encadenada a un mundo que ya no me motivaba. En cuestión de minutos me sentí prisionera de una existencia que se me antojaba cruel. Me hubiera marchado contigo pero sé que no te habría gustado. La vida se me antojó larga, inabarcable, llena de años vacíos que tenía que soportar para reunirme contigo.
- Ha sufrido un accidente con el coche – la voz del otro lado del teléfono sonaba metálica, irreconocible -, lo siento Julia.
Era Juan, un amigo común, incluso llegó a sentarme mal que supiera la noticia antes que yo, después me sentí absurda. El dolor no llegó momentáneo, tardó tiempo, pero cuando llegó se me echó encima como una losa.
No fui al funeral, me escondí en mi cuatro fingiendo una indisposición, pero lo cierto es que no soportaba la idea de ver como te metían en un agujero negro. Por la noche me fui a la playa de que ibas a aparecer para sorprenderme una vez más. Pero tú ya no podías venir a llenar mis huecos con tus susurros. Me había sentido sola muchas veces, pero nunca como ahora; sentía un pozo en lo más interno del estómago. Las palabras nunca te dejaré sola se tornaban entonces en un chiste, una farsa, una promesa incumplida, un rumor… Te odié por haberme abandonado de aquella manera tan absoluta, tan rotunda, por no haberte despedido, por haber dejado que nos enfadáramos tantas veces, por no llevarme contigo, por hacerme sentir tan diminuta, tan insignificante dentro de tu cosmos. Pregunté por qué al silencio, pero no me respondió, nada, ni una pequeña señal que no me hiciera sentir tan insignificante.
Esta mañana he paseado por ese mismo lugar, tal vez tratando de entender tu muerte desde la distancia, pero no hay una explicación, simplemente es algo que ocurre sin ningún sentido, sin normas interpretables por nosotros. Sin embargo te siento más dentro de mí que nunca, me consuela el pensar que tal vez fui tu último pensamiento, o tal vez uno de los muchos que tuviste. En los años que aún me separan de ti prefiero engañarme pensando que fui tan importante para ti que me dedicaste tu último suspiro.
Leo tus cartas cada noche, tus canciones, me doy cuenta de que tu espíritu no se encuentra encerrado en las palabras que las componen, porque ellas no pueden explicar lo que tú eras, lo que sigues siendo, son escasas en sus significados, tú significas más, pero el torpe lenguaje no puede dibujar lo que se siente por dentro, tan sólo puede darnos una idea vaga y efímera, un simple espejismo de lo que nos compone el alma. Tal vez la tuya era demasiado grande y tuvo que escapar a la materia para crecer, para sentir la tan intensa libertad de la que hablan tus canciones. Seguramente tratabas de explicármelo cuando suspirabas entre mis brazos, pero yo no supe darme cuenta, no supe interpretar algo tan sutil, tan intangible. El lenguaje de los suspiros nos es sumamente desconocido, no le prestamos atención porque es muy silencioso; pero tú sí que lo conocías, e intentabas utilizarlo conmigo, supongo que me sobrestimaste, o simplemente sabías que llegaría a darme cuenta de ello cuando ya te hubieras marchado, y sin embargo yo te odié, te creí egoísta por dejarme sola, ahora me doy cuenta de que la egoísta soy yo. Quizá llegue el día en el que mi alma busque su liberación, y tú me esperaras en el umbral, como siempre has hecho.
Está anocheciendo, la playa está preciosa a esta hora, pero esta noche la luna no cae, sino que emerge del mar desplegando una de sus mejores sonrisas, creo que es un buen presagio, sé que tras ella te escondes tú con tu cuaderno de notas y tu pluma, dispuesto a escribir una nueva canción.

martes, 9 de diciembre de 2008

LA CASA DE LAS VIRTUDES



- I -

CUANDO TODO EMPEZÓ

- ¡Chsssst! Calla, escucha, ha nacido el primero, ¿lo ves? Es muy bello aunque sea tan diferente al resto del mundo, es especial, incluso sublime, ¿no le oyes llorar? Pobre, sufre ya por el futuro que le espera, presiente que no será aceptado, sabe de sobra que el universo al que ha venido es muy cruel con los diferentes. ¡Mira! Ya abre los ojos, se ve que está desorientado, le costará mucho adaptarse y no creo que llegue a conseguirlo, pero su vida es mucho más valiosa de lo que él mismo cree.

El amanecer explotó hiriendo mortalmente al horizonte, que expulsó sangre de fuego en rotundas llamaradas incandescentes, y en medio de este apocalíptico infierno sideral se escuchó el desgarrador llanto de un bebé recién nacido. La matrona lo envolvió en sábanas, estaba cubierto de sangre, lo metió en una cesta y lo sacó de la habitación, momento que aprovechó el padre para correr a ver cómo estaba su esposa.
La halló postrada en la cama con los ojos llenos de lágrimas, le tomó la cara entre las manos, la tenía empapada en sudor. Ella le miró intensamente, después sonrió como si se alegrase de verle tras una larga temporada teñida de ausencia. Él se inclinó sobre ella y le besó suavemente la frente, en ese instante tuvo una visión, se vio a sí mismo junto a su esposa, más viejo él, ella parecía igual de joven que ahora, mantenía perfectamente su lozanía; se hallaban en una gran sala de tribunal, donde el severo juez juzgaba a seis personas, que por la poca estatura parecían niños. No podía saber de quiénes se trataba, pues iban cubiertos con una especie de hábitos con capucha y sus rostros se ocultaban tras unas siniestras máscaras de color blanco. Todo el pueblo se hallaba en la sala, y en los ojos de cada uno de ellos había encerrado un odio desmesurado. Miró a su mujer, sentada a su lado mientras se preguntaba quiénes serían y qué habrían hecho aquellos individuos para merecer tanto odio.
Su esposa murmuró algo y él regresó de manera brusca a la realidad que acontecía en el presente. La miró lentamente, analizando cada uno de sus rasgos, ella le devolvió una mirada un tanto inquieta, él tenía el miedo dibujado en la cara, como si algo malo fuera a suceder.
- ¿Qué ocurre? – preguntó ella un tanto contrariada.
- Nada, no te preocupes – respondió él tratando de borrar la imagen de aquel terrible juicio que había presenciado en su visión.

En el cuarto de baño la matrona y una sirvienta se afanaban por limpiar la sangre del cuerpo del bebé, jamás habían visto a un recién nacido tan embadurnado de ésta. Frotaban su piel tratando de volverla rosada, pues ése debía ser su color natural. Probaron con todos los jabones que había a su alcance tratando de limpiar aquella frágil piel mientras el pequeño infante no paraba de llorar visiblemente molesto por aquel exhaustivo baño.
El incendio celestial se fue extinguiendo dejando nacer un hermoso día de color mar. Los rayos del sol penetraron por la ventana atravesando el cristal e inundaron la habitación con su blanca luz. La matrona entró con un bulto envuelto en trapos blancos en su regazo, se acercó lentamente al matrimonio, la mujer la miró a los ojos, la preocupación y el desasosiego vivían en ellos. El hombre se acercó a la matrona y miró el bulto que portaba, posó su mano sobre él, estaba caliente y palpitaba con fuerza, levantó uno de los trapos suavemente, concretamente el que cubría su cara, y dio un paso atrás asustado.
- ¿Qué ocurre? – preguntó la mujer desde la cama.
- Llévatelo – ordenó el hombre a la matrona en voz baja.
Ésta obedeció sin mediar palabra, salió del dormitorio ante la desconcertada mirada de la mujer.
- ¿Qué sucede? ¿Por qué se va? Quiero ver a mi hijo – suplicó desde la cama.
El hombre no respondió, se limitó a acercarse a ella y abrazarla con fuerza. Dos gruesas lágrimas se descolgaron de sus ojos, rodaron por sus mejillas y cayeron sobre la cabeza de su adorada esposa, ella permaneció muy quieta, sin atreverse a articular movimiento alguno, el abrazo de su marido no la tranquilizaba, sino que la asustaba, sabía que algo terrible ocurría, pero no tenía el valor de preguntar qué, se quedó allí escondida entre los brazos de su esposo, fingiendo todo el tiempo que le fuera posible, que no ocurría nada malo en realidad, hubiera querido permanecer allí para siempre, que los minutos, las horas, los días, los meses, los años y en definitiva la vida, pasara vertiginosa por los vértices del tiempo hasta concluir o transformarse en una eterna eternidad.
Dos estrellas se fundieron el firmamento a plena luz del día volviendo el cielo blanco y brillante, el hombre cerró los ojos cegado por tanta luz, y la mujer se abrazó a él con mucha más fuerza mientras exhalaba un grito desesperado. Todos los vecinos del pueblo, corrieron hasta sus ventanas para presenciar anonadados el extraño acontecimiento que se estaba produciendo en los cielos.
Tiempo después aun se comentaría este hecho, pues nunca jamás habían visto que el cielo cambiase de color repentinamente, y además aquella no fue la última vez que ocurrió, pues sucedió en cuatro ocasiones más, y los vecinos del lugar temieron que fuese el presagio de algo malo. Sin embargo la quinta vez fue la última que se dio aquel fenómeno tan extraño que nadie supo ni pudo explicar.
Con el tiempo se fueron olvidando del suceso y lo achacaron a un capricho de la naturaleza, dejaron de darle importancia, sus mentes humanas lo fueron dejando oculto en el gran desconocido subconsciente, pues en sus cabezas fueron anidando nuevas ideas y preocupaciones mucho más cotidianas que desplazaron lo que ocurrió y no consiguieron comprender


-II-

LIVO

En Livo todo era sobriedad, seriedad y formalidad. Las gentes de dicho lugar eran cautas, discretas y muy responsables. Caminaban de forma ordenada por las calles perfectamente estructuradas, de una anchura suficiente para que se pudiera transitar por ellas con desahogo y de una rectitud neurótica. Jamás chocaban unos con otros, pues respetaban de manera escrupulosa todas las normas que ellos mismos habían creado para llevar una vida irreprochablemente correcta, simétrica y llena de orden.
Vestían todos de igual manera, con ropas negras, blancas y las diferentes gradaciones del gris, indumentarias de corte muy clásico, lejos del colorismo llamativo y de las hechuras provocativas. Sus comidas eran equilibradas en un 100 %, tenían elaborados todos los menús que debían comer durante todo el año y lo llevaban a rajatabla, de este modo pretendían cuidar su salud y vivir una media de edad similar entre ellos; era tal su obsesión por vivir todos más o menos los mismos años, que a los que se pasaban de la franja de edad estipulada, los confinaban en un centro especializado en el que les inyectaban una sustancia que los conducía limpiamente a una muerte indolora. De esta forma sabían cuánto iban a vivir como máximo, lo cual les daba una perspectiva irreal de control sobre sus vidas. Ni reían ni lloraban más de lo preciso, tenían la obligación de controlar sus sentimientos, desde que eran niños eran educados concienzudamente para ello, les inculcaban aquellos valores que tanto estimaban y respetaban todos y cada uno de los habitantes de Livo. Con todas estas leyes y normas conseguían vivir inmersos en una rutina férrea que les proporcionaba una gran tranquilidad, sabían cómo les iba a ir el día, porque todos los días eran exactamente iguales, cambiaban algunas pequeñas cosas que se escapaban a su control, pero eran hechos insignificantes que apenas modificaban la cadena de acontecimientos que conformaban las horas de sus existencias. Todo esto vestía a Livo de una especie de perfección artificial que muchos lugares admiraban y trataban de imitar, era un pueblo modelo que daba sensación de paz y sosiego, era armonioso y correcto, prefabricado, siniestro.
Carpia era probablemente la única habitante de Livo que recordaba aquellos cinco fenómenos paranormales que repartidos por el tiempo habían asolado el cielo volviéndolo completamente blanco. Llevaba años estudiándolos para tratar de hallar una conexión entre ellos, y algo en el mundo en el que vivían. Había ido elaborando numerosas teorías, algunas de ellas eran muy descabelladas y estrambóticas, otras en cambio, no carecían totalmente de lógica. Consultó diversos libros sobre fenómenos meteorológicos, sobre brujería, religiones y demás, tratando de hallar respuestas; de este modo llenó su casa de libros hasta arriba, cuando sus estanterías estuvieron repletas y ya no cabía ni un ejemplar más, tuvo que irlos colocando por todos los rincones, con lo cual su vivienda se convirtió en una especie de biblioteca improvisada, era imposible hallar un rincón en el que no hubiera libros. Todo esto le creó una fama de extravagante en el pueblo bastante molesta, pues todo el mundo cuchicheaba a sus espaldas. Pronto se empezó a comentar que estaba loca y ella temió que tratasen de tomar medidas y la encerrasen, por ello decidió hacer una gran reunión para todos los vecinos de Livo, en ella desvelaría cuáles eran sus investigaciones y qué conclusiones había conseguido sacar.
Mandó hacer invitaciones que posteriormente envió a todos y cada uno de sus vecinos, a los cuales citó en un gran pabellón que había alquilado utilizando parte de sus ahorros para ello, pues pensaba que la ocasión lo requería, y pasó semanas enteras preparando el discurso que quería dar, ordenó sus apuntes, los completó con consideraciones de los libros que más la habían ayudado en su estudio de los fenómenos extraños de aquellos cinco días, y se dispuso a dar a conocer todo esto al resto de Livo.
En un principio las gentes del pueblo se mostraron reacias a asistir a la reunión propuesta por la extravagante mujer, pero finalmente la curiosidad le ganó el pulso a la desconfianza y fueron llenando poco a poco el pabellón que Carpia había alquilado semanas antes.
Entraban en pequeños grupos, cuchicheaban mientras miraban a un lado y a otro seguramente tratando de hallar a la convocante en algún rincón, pero ella permanecía oculta tras los enormes cortinones de terciopelo gris que había tras el atril que ella misma había colocado para hablar desde él a sus paisanos. También había dispuesto un montón de mesas sobre las que había puesto diferentes libros con anotaciones, para que el que quisiera, pudiera hojearlos libremente y comprobar que lo que ella decía tenía una buena base documental sobre la cual sostenerse.
Se fueron sentando en las sillas que había repartidas por todo el auditorio, Carpia esperó pacientemente a que todos los asistentes se hubieran situado en sus respectivos lugares. Una vez ocurrido esto, salió de detrás de las cortinas y se colocó tras el atril, lugar desde el que iba a lanzar su discurso. Carraspeó para aclarase la garganta y el murmullo colectivo se silenció de forma automática, en el fondo tenían muchas ganas de escuchar lo que tenía que explicarles.
- Gracias por asistir – sonrió tímidamente, los serios rostros de sus paisanos la ponían muy nerviosa. Carraspeó nuevamente, tenía la cara caliente y temió ruborizarse delante de todo el mundo, lo cual le restaría aplomo y por lo tanto credibilidad a su tesis, así que trató de impedirlo, y para ello se lanzó a hablar, pues en el fluir de sus palabras se iban poco a poco diluyendo sus nervios.
En un principio los allí presentes se mostraron un tanto escépticos, pues la introducción de Carpia era demasiado larga, sin embargo ella se dio cuenta a tiempo y resumió al máximo su exposición.
- Todo esto me ha llevado a un hecho muy curioso – dijo por fin -, los fenómenos paranormales que asolaron el cielo de Livo en cinco ocasiones, coinciden de una forma exacta con los nacimientos de la mansión Puncio, los partos de Calisa Puncio.
Los que hasta ese momento no le habían prestado mucha atención, guardaron silencio, y la miraron fijamente, ahora sí que había conseguido hacerse por completo con el pabellón.
- ¿Y qué relación hay entre los partos de Calisa Puncio y los fenómenos extraños? – preguntó uno de los asistentes en voz alta para que todo el mundo pudiese escucharlo.
- Pues aun no lo sé – respondió Carpia visiblemente contenta de que por fin su público se implicara -, y es eso precisamente lo que quiero averiguar, lo que me queda por descubrir, tengo que hallar la conexión entre los partos y los fenómenos.
- ¿Cómo sabes que están comunicados? – preguntó otro de los asistentes.
- Tienen que estarlo, no puede ser casualidad, además, no olvidemos que los hijos de Calisa Puncio nacieron muertos, ¡los cinco! ¿No resulta cuanto menos insólito?
- ¡Es obra del demonio! – gritó una mujer desde el fondo de la sala.
Todos los asistentes miraron hacia atrás, la mujer miraba para arriba con los brazos extendidos hacia el techo; hubo un gran murmullo entre la multitud, Carpia no dijo nada, se limitó a esperar pacientemente, había conseguido que tomaran en consideración sus teorías y eso la tachaba automáticamente de la lista negra de cosas irregulares y poco lógicas de Livo.
- ¿Qué es lo que tú crees? – preguntó un hombre poniéndose en pie, el resto de los presentes guardaron silencio, pues se trataba del mismísimo juez Carón, uno de los hombres más poderosos del pueblo -, aunque no tengas pruebas aún, seguro que una idea de lo que sucede ronda tu mente, debes compartirla con todos nosotros ya que nos has reunido aquí.
- ¡Eso! ¡Eso! – comenzaron a gritar algunos de los allí presentes.
- Bueno, yo creo que Calisa Puncio ha hecho un pacto con el demonio.
- ¿Cómo?
- ¡Es obra del demonio! – volvió a gritar la mujer del fondo con los brazos en cruz.
- ¡Silencio! – ordenó el juez Carón - Continúa – dijo después dirigiéndose a Carpia.
- Bueno, todos conocemos a los Puncio y sabemos que Calisa Puncio es muy bella, es como si los años no pasaran por ella – el silencio en el pabellón era sepulcral -, cinco embarazos y su figura quedó intacta. Yo creo que entregó a Satanás sus hijos a cambio de belleza y juventud.
El silencio se quebró una vez más por el murmullo de la multitud, Carpia miró al juez Carón para ver cuál era su expresión, éste miraba hacia el suelo pensativo, como reflexionando sus palabras, midiéndolas minuciosamente, troceándolas en busca de su significado más profundo. Tembló, tuvo miedo de cuál sería el veredicto de aquel hombre tan poderoso en Livo, pues él y su amigo Nerodi eran los que manejaban los hilos que guiaban aquel pueblo. De pronto alguien tocó su hombro, ella se volvió sobresaltada para comprobar que se trataba de mismísimo Nerodi, un hombre moreno que vestía traje y corbata gris oscuro.
- ¿Me permite? – preguntó señalando el atril, Carpia asintió y se retiró apresuradamente para dejarle paso - ¡Un momento de silencio, por favor! – exclamó dirigiéndose a la multitud. Todos callaron y le miraron fijamente - Esta mujer nos ha recordado un hecho, o mejor dicho, unos hechos extraños que acontecieron hace más de diez años y que ya habíamos olvidado. Dice haber investigado mucho, y sin embargo no tiene pruebas para verter acusaciones tan graves sobre el matrimonio Puncio, que son personas muy respetadas y correctas. Es cierto que aquellos hechos fueron aterradores, algo que desgraciadamente se escapó a nuestro control, lo cual me pone los vellos de punta, pero no podemos tratar de buscar explicaciones absurdas e ilógicas, eso es de locos, y usted no quiere que creamos que está loca, ¿verdad? – preguntó mirando a Carpia severamente, ésta negó con la cabeza - Pues bien, lo mejor será que todos olvidemos este asunto, le daremos una nueva oportunidad a esta mujer para que se deje de historias y haga una vida correcta y como Dios y las leyes de Livo ordenan.

Los habitantes de Livo allí presentes, aplaudieron enfervorecidamente las sabias palabras de Nerodi, que concluyó su improvisado discurso con palabras de calma para tratar de tranquilizar los ánimos de la muchedumbre, pues no deseaba un pueblo muerto de miedo y paranoico a causa de la superchería y los cuentos de viejas, sabía de sobra que no había nada más peligroso que una multitud descontrolada a causa del pánico.
Carpia se retiro discretamente para no llamar la atención, consideraba que ya lo había hecho lo suficiente con aquella reunión que finalmente de nada había servido, o por lo menos de nada bueno, pues de ahora en adelante la vigilarían más de cerca, y esto suponía que tendría que ser más discreta y cauta, pues no tenía ninguna intención de abandonar el tema, ahora más que nunca tenía que demostrar que algo malo ocurría en casa de los Puncio, demostraría a todo el mundo que no estaba loca y se convertiría en algo célebre para Livo, todos los que ahora la tomaban por loca, tendrían, no sólo que disculparse, sino que deberían darle la razón y reconocer que su trabajo y sus investigaciones habían sido espléndidas; se vio impresa en un gran libro de historia y sonrió vanidosa escondida tras los enormes cortinones de terciopelo gris.


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Livo es un lugar regido por férreas normas y leyes, en el que casi todo está prohibido. Sus habitantes han decidido no amar, no soñar, no crear, y vivir conforme a normas y leyes que lo reglan todo de una forma neurótica, siniestra. Ansiosos por defender una existencia, que consideran perfecta, son capaces incluso de torturar y de asesinar. Sin embargo unos misteriosos sucesos, cambiarán el rumbo de los acontecimientos. La historia se desliza por multitud de pasadizos secretos, llenos de intrigas, en las que gentes poderosas manejan los hilos de un mundo que teme cambiar, a pesar de estar sumido en una pesadilla continua.


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lunes, 1 de diciembre de 2008

TRAS LA LUZ

Seray arrastraba sus cadenas entre la muchedumbre, se tambaleaba aturdido por el sordo silencio que reinaba a pesar de la multitud, un perverso vacío gobernaba sus oídos. Caminaba mirando hacia abajo, el peso de sus cadenas rasgaba la piel de sus tobillos provocándole un insufrible escozor.
- ¡Pomada para el dolor!- gritó una vieja que asomaba la cabeza por uno de los agujeros. Seray sonrió aliviado y se dirigió lo más deprisa que pudo hacia la anciana. Tomó el frasco de color blanco que ésta le ofrecía con una sonrisa dibujada en la cara, le dio las gracias y se sentó unos metros más adelante. Abrió el frasco de pomada y untándose los maltrechos tobillos, suspiró aliviado.
La cueva era más estrecha en el punto en el que Seray se había adentrado, aún había claridad, pero ahora era de un tono más macilento.
Con aquella pomada sus tobillos habían mejorado notablemente, y él, contento, decidió proseguir su camino; no debía entretenerse demasiado, así que se puso en pie y comenzó a avanzar nuevamente arrastrando sus pesadas cadenas a lo largo del pedregoso e irregular suelo.
Llevaba un largo camino recorrido cuando la sed le asaltó; a cien metros de distancia había una fuente con una gran hilera de personas que esperaba pacientemente su turno, para poder beber agua: un roquero, un cura, una madre, un adolescente enamorado, una camarera, una prostituta, un ejecutivo, una doctora…, todos permanecían en su puesto esperando saciarse. Seray se acercó lentamente y se colocó junto al último, un hombre alto con uniforme de guarda jurado.
La espera se hacía larga, “la gente tiene demasiada sed”, y Seray decidió sentarse en el suelo a descansar. Su mente se adentró en el mundo de los recuerdos y un nombre resonó en su cerebro: Yadamira. El olor de su piel se materializó repentinamente en su olfato, evocado por su memoria, el recuerdo de dicho aroma le arrancó una sonrisa, la sonrisa de un niño que vuelve a ver a su madre tras una larga ausencia de ésta. Yadamira había conocido sus más íntimos secretos, había visto la vida a través de los ojos de él, y él había aprendido a caminar gracias a ella, “me pierdo en tus ojos”, habían sido un sólo ser dividido en dos personas físicas diferentes.
El hombre del uniforme le tocó el hombro:
- La cola avanza, si se queda ahí sentado le pisarán - Seray miró hacia atrás mientras se levantaba, un montón de gente se había colocado tras él, les sonrió a modo de disculpa, tenían cara de enojados, “la gente cada vez tiene más prisa”
Yadamira lo había sido todo para él, pero un día comenzó a caminar más rápidamente y traspasó la luz sin él, “me lo prometió, siempre juntos, y se fue sin mi”.
- Oiga señor, ¿podría darme una moneda?- una niña de unos once años tiraba de la manga de su chaqueta. Su pelo era de color naranja, tenía los ojos azules y llevaba una falda larga con un delantal blanco y una camisa del mismo color con un corsé negro ataviado por cintas rojas. Seray rebuscó en su bolsillo tratando de hallar una moneda. Unos niños del final de la cola se reían a carcajadas de la niña; vestían vaqueros y camisetas con nombres de grupos de rock ingleses impresos en ellas. Había uno, de unos doce años, que fumaba un cigarro, tenía la mirada cansada, perdida, como si el alma que sujetaba su cuerpo se hubiera muerto dentro de él. “¡Por fin!” Seray halló una moneda vieja y se la entregó a la niña con una gran sonrisa, ella se agachó ligeramente a modo de reverencia y se alejó entre la multitud sin volver la vista atrás, Seray supo que lloraba y que no quería que los mocosos del final de la cola se dieran cuenta de ello.
La fila avanzaba lentamente y la gente que seguía a Seray comenzaba a impacientarse, una mujer anciana se las arreglaba a duras penas para mantener su puesto en la larga cola.
Un vendedor ambulante se detuvo frente a ellos y tras extender una manta de cuadros en el suelo, comenzó a colocar su mercancía sobre ella. Eran libros, libros de todos los estilos, épocas y géneros. El hombre sonreía a la gente que pasaba invitándoles a comprar algún libro, pero nadie se detenía, ni siquiera se molestaban en girar sus cabezas noventa grados para dirigirle una mirada, con un poco de suerte acompañada de una sonrisa; no tenían tiempo, ni interés, ni la mínima cortesía que te lleva a mirar con comprensión a un semejante que trata de conseguir algo en un ambiente hostil.
Seray decidió comprar un libro, cualquiera de ellos estaría bien, introdujo su mano en el bolsillo tratando de buscar algo de dinero, pero se detuvo en mitad de la búsqueda: “si dejo la cola tendré que colocarme al final y hay demasiada gente…”. Decidió no moverse del sitio, pensó que un libro más o menos no solucionaría el problema de aquel hombre.
La gente de atrás se impacientaba cada vez más, Seray temió que comenzaran a empujar, los de delante avanzaban envueltos en una cansina parsimonia, no parecían tener ninguna prisa, conversaban amigablemente unos con otros; los que venían por detrás no, ni siquiera se miraban, no sonreían, ni hablaban entre ellos, ¿por qué malgastar tiempo y energía con alguien a quien no conoces y no te importa lo más mínimo? Porque todos son hijos de Dios.
Seray volvió a pensar en Yadamira. Al principio había estado muy enfadado con ella, se sintió abandonado cuando se marchó, “no luchó lo suficiente por quedarse”, pero después dejó de estar enfadado para comenzar a estar agradecido por los años que ella había compartido con él.
Estuvo largo rato inmerso en sus cavilaciones y cuando quiso darse cuenta tan sólo había tres personas antes que él, pronto sería su turno y podría beber agua.
Cuando Yadamira estaba junto a él apenas tenía sed, muy pocas veces tenía que detenerse a beber en las fuentes; pero cuando ella partió la sed se hizo una compañera de viaje perpetua, al principio no podía soportarla, luego se acostumbró a ella y dejó de ser tan agobiante.
Llegó por fin su turno, la gente de atrás, devorada por la impaciencia, había comenzado a empujar. Seray subió a tropezones hasta la fuente, colocó las manos a modo de cuenco bajo el frío chorro que nacía del grifo de metal, acercó sus resecos labios al agua acumulada, y bebió con ansia. La gente de atrás gritaba casi histérica ante la tardanza de dos minutos escasos de Seray:
- ¡No tenemos todo el día!
- ¡Hay prisa!
- ¡Desde luego que cachaza, como si no tuviéramos nada más que esperar a que el señor termine!
Seray bebió lo más rápidamente posible, no quería ser él el causante de una guerra civil, tal vez mundial, a causa de su tardanza. Salió entre juramentos e insultos de aquella gente y volvió nuevamente a su camino, en él se encontró con el vendedor de libros que recogía ya la manta de cuadros. Se acercó a él lentamente:
- ¿Ya no vende más libros?- el hombre le miró con extrañeza, como si hubiese oído algo increíble, sonrió con lágrimas en los ojos:
- ¿Sabe lo que es un libro?
- Por supuesto - contestó Seray sorprendido, “¿está loco? ¡Valiente pregunta!”.
- Me refiero si los utiliza para leer…
- ¿Para qué sino?- Seray no podía creer lo que escuchaba, “decididamente es un loco”.
-¡Oh! Bueno, la gente los utiliza para diversas cosas, a veces los colocan en las estanterías para que los demás piensen que son cultos, incluso hay quien usa sus páginas a modo de pañuelos de papel; una vez un hombre se compró un lote de ellos, los más gruesos, con ese fin - el hombre explicaba esto con suma seriedad...
- Pero eso no puede ser…
- Se sorprendería de las utilidades que se le pueden sacar a un libro, si quiere venderlos no debe decir que son para leer, eso es poco práctico y la gente no los compra, debe buscarles nuevas utilidades, una vez los vendí como pisapapeles, vendí un buen montón.
- Yo no compraría un libro si no fuera para leerlo.
- Por eso me ha sorprendido. Ahora debo inventar una nueva utilidad, la de abanicarse ya no vende - el hombre se perdió entre la multitud dejando atónito a Seray, “¿abanicarse?”.
Una vez repuesto, comenzó a caminar nuevamente, un diminuto punto de luz se vislumbraba al final del túnel. Las cadenas comenzaron a rozarle nuevamente reabriendo las viejas rozaduras, ya no le quedaba pomada, así que tendría que soportar valientemente el escozor que le producían, además, ya no había muchos sitios donde poder hallar pomadas a medida que iba avanzando. Los pies le pesaban como si los llevase incrustados en dos gruesas losas de hormigón, “debería sentarme a descansar un momento”, “¡no!” Decidió seguir caminando, sabía de sobra que el cansancio que sentía no pasaría aunque se sentase, ni siquiera durmiendo se desharía de él, no era un cansancio físico, era un cansancio más profundo, un cansancio interior, de entrañas…Sintió que el peso de la vida se le echaba encima con una sórdida pesadez que no recordaba haber percibido más que una vez, cuando Yadamira se fue.
Vio a lo lejos a un par de mujeres discutiendo; a medida que se iba acercando las iba viendo con más nitidez, una de ellas era mayor, tendría unos cincuenta años, la otra era joven, unos veinte. La mayor se llevaba las manos a la cabeza continuamente, la otra la miraba con desafío, gritaban las dos a la vez, tapándose las voces. Seray se acercó lo suficiente para escuchar lo que decían; la joven repetía sin cesar frases como: “no me entiendes, no entiendes nada”, y la más mayor le replicaba con cosas como: “desde luego, Dios nos ayude, en mis tiempos NO”. Tras observarlas durante largo rato llegó a la conclusión de que la una no oía lo que la otra decía, cada una de ellas creía que estaba en posesión de la verdad y por este motivo no se escuchaban más que a sí mismas, era un monologo compartido, “puede que discutan eternamente”:
- Lo harán.- respondió una voz que parecía haberle leído el pensamiento, Seray se dio la vuelta hacia su derecha, que era de donde provenía la voz. Un hombre muy anciano le miraba sonriente, tenía una perilla blanca y el cabello le llegaba hasta los hombros-. No se pondrán de acuerdo nunca.
- ¿Cómo sabe…- balbuceó Seray sorprendido – lo que harán?- en realidad la pregunta era cómo sabía lo que pensaba, pero la cambió inconscientemente.
- Cada una habla un lenguaje distinto y realmente no quieren entenderse. La mayor sólo quiere obediencia y la joven seguir sus instintos sin obedecer normas. Ambas saben que no se dejarán convencer por la otra.
- Entonces… ¿por qué no lo dejan?
- Porque cada una cree que terminará convenciendo a la otra.
- Eso es ridículo.
- Reconocer eso es darse cuenta de lo absurdo de esta vida. Pronto…
- ¿Pronto qué?
- Traspasarás la luz.
- Aún está lejos - entonces el amable anciano señaló el fondo del túnel, el diminuto punto de luz había aumentado considerablemente, ahora se asemejaba mucho a la luna llena. Seray miró al hombre, que sonreía paternalmente, con una mezcla de miedo y curiosidad- Usted…
- Iré contigo, hay que concluir la enseñanza.
Anduvieron largo rato sin mediar palabra, la gente de alrededor parecía cansada, el murmullo de sus voces era monótono, ya no se oían gritos. Los niños, al igual que los adultos, caminaban en silencio; el cansancio era tan denso que se sentía en la piel como una tela de araña.
- Ya no estás enfadado con Yadamira, ¿pero has comprendido que debía irse?- Seray miró al viejo con fijeza, “conoce a Yadamira, ¿y qué más sabe?”.
- Sí - contestó secamente.
- Ella está bien.
- ¿Y qué más?- preguntó bruscamente tras detenerse en seco. El anciano le sonrió con una tranquilidad pasmosa -. Prefiero caminar solo, estoy acostumbrado a la soledad y me gusta.
- No te gusta. Te has refugiado en ella porque era más fácil que enfrentarte y combatirla - no dejaba de sonreír pero sus palabras resultaban duras. Seray echó a andar y él le siguió en silencio.
Un hombre de unos cincuenta o sesenta años se tapaba los oídos con irritación, tenía la cara enrojecida por la cólera que sentía. Caminaba dando tumbos por el túnel sin mirar a su alrededor.
- Pobre loco - comentó Seray.
- No está loco.
- ¿Entonces cómo se explica que camine echando juramentos al viento con los oídos tapados?- preguntó al anciano en tono desafiante.
- Simplemente no quiere escuchar - respondió éste sonriente.
- ¿Por qué viene conmigo? ¿Quién es usted?
- ¿No crees que son demasiadas preguntas?
- Si no va a responder a nada prefiero seguir solo.
- Puedes elegir, puedes comportarte como ese hombre que se tapa los oídos, pero no te llevará a ninguna parte.
- Si va a venir conmigo prefiero saber quién es.
- Soy un poeta.- Seray le miró con cierto escepticismo; el hombre que se tapaba los oídos se había perdido entre la multitud gritando y dando alaridos de dolor.
- Un hombre que grita de ese modo debe sentir mucho dolor en su cuerpo.
- Es el alma lo que produce ese dolor, las entrañas punzan mucho…
- Tal vez oírle le ayude, vaya a hablar con él.- dijo Seray al anciano en tono irónico; éste le lanzó una mirada de acero, una mirada metálica que le erizó el bello de todo el cuerpo a pesar de que su sonrisa no había cesado en ningún momento -. No creo que deba juzgarme.
- No lo hago, tú mismo te juzgas y crees que son los demás los que lo hacen; te has destapado los oídos y comienzas a ver las cosas como son, eso es lo que de algún modo te asusta.
- Nunca he tenido tapados los oídos - respondió Seray algo molesto por las afirmaciones del poeta.
- ¿Crees que ese hombre es consciente de que los lleva tapados?
- Me duele la cabeza.
- Cuando comprendas cesará el dolor…

Las cadenas pesaban de una forma más evidente y la sed comenzó a acuciarle nuevamente, pero no vio ninguna fuente donde poder beber agua.
Seray sabía que sus pensamientos eran leídos por aquel poeta que le acompañaba en silencio, no le hacía ninguna gracia, pero no le molestaba tanto como al principio. Pensó nuevamente en Yadamira, no pudo evitarlo a pesar de saber que el poeta le leía el pensamiento; ella no se hubiera enfadado con el anciano, hubiera entablado una conversación con él, le hubiera preguntado por qué razón estaba allí, qué quería, etc.; él era demasiado orgulloso para mostrar curiosidad. Sin embargo no necesitaba preguntar todas esas cosas porque de algún modo instintivo conocía las respuestas. Aquel hombre era una especie de guía que debía conducirle. Se detuvo en seco mirándole a los ojos, el poeta sonreía intensamente:
- No soy un ser sobrenatural - respondió adivinando una vez más la pregunta de Seray-. Soy como tú pero sin el lastre de la existencia física.
- Eres de carne y hueso.
- Nadie es de carne y hueso realmente.
- No creo en Dios, ni en nada, es todo mentira, un chiste, superstición de viejas locas y gente sedienta de querer creer en algo.
- No importa, Él sí cree en ti - Seray le miró desconcertado, como si hubiese desbaratado todo su discurso y no tuviera más argumentos -, si fuera verdad lo que dices, si realmente pensaras de ese modo, yo no estaría aquí.
- ¿Por qué está aquí?
- Porque estás preparado, no debes dejarte vencer por el miedo, es un enemigo realmente traidor.
Comenzaron a caminar, las cadenas eran cada vez más pesadas. No recordaba exactamente desde cuando estaban allí, aparecieron poco a poco, se fueron anudando a sus tobillos y se hicieron más densas, un día se dio cuenta de que las tenía pero no les dio importancia hasta que comenzaron a pesarle. Nunca había intentado quitárselas, por alguna extraña razón sabía que no podía hacerlo, sabía que le acompañarían hasta el final de su vida.
El poeta caminaba silencioso con el rostro sereno, miraba hacia delante pero no tenía la vista fijada en nada concreto, era como si mirara más allá de la multitud, más allá de todo…
Seray recordó al hombre que vendía libros y sintió un profundo arrepentimiento por no haber comprado ninguno. Yadamira siempre había sido más coherente con sus propios sentimientos, nunca dejaba de hacer lo que debía escudándose en burdas excusas, tal vez por eso se había marchado y le había dejado. Se fue sin más, no dijo nada, no dio ni una triste explicación.
- No hacía falta, tú sabes cuál es la razón - soltó el poeta de pronto. Seray le miró con aire cansado.
- Yo hubiera avanzado con ella, pero no me dejó…
- No podías, no quisiste darte cuenta de demasiadas cosas.
- Éramos tan parecidos al principio…
- Te quedaste con las formas cuando ella ya había descubierto el fondo, ella lo sabía y lo sintió mucho, te quería demasiado pero no pudo esperarte tanto tiempo.
- Estábamos muy cerca…
- No, cada vez os alejabais más, pero tú no te diste cuenta hasta que ella se marchó. No pudiste soportar la verdad y te enfadaste con ella, era la salida más fácil. Ahora la has perdonado, no estás enfadado con ella, porque sabes lo que ella ya sabía - Seray le miraba sumido en un profundo silencio, tenía los ojos hundidos en lágrimas. Se sintió muy cansado, muy desesperado, se concibió solo, y la soledad ya no le parecía un refugio, sino una maldición.
La luz había crecido aún más, y a medida que se acercaban a ella, la soledad se hacía más densa; pero no era la luz, era la gente, caminaban unos junto a otros formando una gran masa humana envuelta en una soledad que seguramente todos sentían pero que ninguno trataba de remediar, tal vez porque sabían que no podía corregirse, cada uno tenía que cargar con el aislamiento de su propia existencia, y así cada caminante trazaba su camino en la más sórdida soledad.
Seray lloraba en silencio, iba derramando sus lágrimas por el suelo, había comenzado a ser consciente de su propia razón de ser y se dio cuenta del dolor que tuvo que sentir Yadamira mientras él, envuelto en su farsática vida, había creído que ella era feliz, había pensado que su marcha había sido provocada por algún capricho, incluso se había sentido culpable creyendo haber hecho algo malo que la obligó a marcharse y dejarle solo. Sintió con amargura que su simpleza fue el motivo, él era demasiado básico para ella, ella era mucho más en todos los sentidos.
- Cada cual avanza a un ritmo diferente, tú no eres culpable de nada.
- Si no hubiera sido tan terco, tan primario…
- Ella comprendió antes que tú, tal vez era más receptiva, pero tú has comprendido a tiempo y eso es lo que importa. La mayoría de la gente que ves a tu alrededor aún no ha llegado a ninguna conclusión, aún no ha comprendido.
- ¿Por qué un poeta?
- Porque el poeta ve el mundo de una forma diferente, es capaz de ver las cosas que la mayoría de la gente ni siquiera puede intuir. El poeta es más libre, no está tan condicionado por el lastre material, el poeta siente más y por ello sufre más y a la vez disfruta más, se mueve en otra esfera porque es un soñador y los sueños son hijos de las estrellas. El poeta vive enamorado de nada en concreto y de todo en general, descubre cosas que son demasiado pequeñas y piensa demasiado en Dios. Por todo esto llega antes a las conclusiones.
- Yadamira no era poeta y sabía cosas…
- Ser poeta no es escribir poesía - Seray le observó por primera vez con admiración y se sintió un poco más cerca de él. Volvieron a caminar en silencio; Seray iba envuelto de nuevo en sus pensamientos compartidos conscientemente con el poeta.
Sentía su piel apergaminada, era como si un montón de finísimas grietas la recorriesen de arriba abajo, le pesaban los párpados como si fueran persianas metálicas empeñadas en cerrarse a toda costa, además el dolor de sus tobillos se hizo más intenso.
Un penetrante alarido rasgó el silencio y le hizo detenerse en seco y girarse hacia el lugar de donde provenía. Una mujer anciana lloraba a pleno pulmón con las rodillas hincadas en el suelo, elevaba sus manos al cielo en señal de súplica; tenía los ojos hundidos y la piel pálida, su nariz estaba afilada y sus labios eran tan finos que apenas podían distinguirse entre los pliegues de la boca. Seray miró al poeta con gesto de interrogación, éste no dijo nada, se limitó a sonreír con ternura.
- Debo ayudarla.- el poeta siguió sin pronunciar palabra. Seray se acercó a la anciana con rapidez, pero cuando llegó a dos metros de distancia de ella sus cadenas comenzaron a pesarle tanto que no pudo avanzar más, no podía con ellas.
- ¡No puedo moverme!
- Sí puedes - afirmó el poeta-, lo que no puedes hacer es acercarte a ella.
- ¿Por qué no? Está sufriendo y yo debo ayudarla.
La anciana giró la cabeza y miró a Seray con el rostro lleno de dolor:
- No puedes ayudarme, no puedes hacer nada, ellas no dejarán que te acerques.
- ¿Cómo? No puedo ayudar porque las cadenas pesan demasiado y no puedo llegar hasta usted.
- No puedes llegar porque apenas estoy aquí, me marcho y me cuesta desprenderme de mi misma, por eso siento dolor.
- No entiendo lo que está diciendo.
- Yo sólo digo lo que me han explicado las voces.
Seray miró al poeta con extrañeza, éste le tomó por el brazo y le llevó unos metros hacia la derecha.
- Ella no ha comprendido nunca, por eso ahora sufre, sabe que debe marcharse de aquí pero siente demasiado apego, no comprende que está de paso, que ella no es ella, que ella es la esencia de su interior, se niega a comprender a pesar de que ellas se lo han explicado.
- ¿Quiénes son ellas?
- Las voces de sus entrañas. Ella ya sabe interiormente lo que exteriormente no quiere comprender.
La mujer lloraba desconsoladamente, “¡no, no!” Se golpeaba el pecho con los puños mientras seguía suplicando que cesara aquel dolor. Seray la observaba horrorizado, no recordaba haber visto un sufrimiento tan intenso; era como si el alma se le fuese a salir del cuerpo rasgándola por todos los poros de su piel. De pronto se levantó mostrando sus ensangrentadas rodillas, los músculos de su cara se relajaron y una casi imperceptible sonrisa se dibujó en su arrugado rostro. Comenzó a caminar lentamente hacia delante y al pasar al lado de Seray le miró con una ternura casi celestial y le regaló una amplia sonrisa, luego se acercó un poco más a él y le acarició la mejilla con sus ásperos dedos de anciana, después volvió a caminar hacia delante, ahora mucho más deprisa, y se perdió más allá de la densa multitud de gente que seguía avanzando en silencio. Seray permaneció largo rato observando el punto donde finalmente había desaparecido la anciana. No preguntó nada al poeta, sabía de sobra lo que había ocurrido y ni siquiera tuvo la necesidad de hablar de ello.
Una pareja se besaba apasionadamente en una de las grietas del túnel. La gente avanzaba junto a ellos, algunos se paraban a observar, otros se reían a carcajadas y les señalaban, pero la pareja no se inmutaba y seguía besándose frenéticamente.
- Parecen muy enamorados. – comentó Seray.
- ¿Crees que están muy enamorados porque no paran de besarse y de exhibir su intimidad en público?
- No hay nada de malo en besarse delante de la gente.
- ¿Crees que se besan?
- Es evidente. – Seray no comprendía a donde quería llegar.
- Tal vez necesiten que los demás les digan lo enamorados que están porque en realidad no es así.
- ¿Y por qué iban a querer que los demás les dijeran eso?
- Porque necesitan estar enamorados para permanecer juntos, y necesitan permanecer juntos para no estar solos.
- Pueden esperar a enamorarse realmente de alguien.
- Tienen miedo de no hacerlo. Pero ellos no saben nada de esto, ni siquiera saben que aún estando juntos, están completamente solos, aislados por su propia falta de sentimientos.
Seray bajó la cabeza con aire cansado, era como si todo el mundo tuviera una explicación dentro de la inmensidad del cosmos. Cada cosa estaba situada en su justo lugar para algo en concreto, para cumplir un claro cometido dentro de la grandiosa cadena divina. De repente veía todo con una claridad espléndida, era como si alguien hubiera liberado la VERDAD que llevaba dentro y le hubiera mostrado la aplastante lógica que había en todo simple movimiento, cada hecho, todo sucedía por algo y para algo. Al principio sintió ahogo, “todo programado, demasiado programado”, pero seguidamente sintió alivio, “la verdad os hará libres”.
Unos metros más adelante había una gitana anciana sentada a una mesa redonda cubierta con un mantel rojo plagado de estrellitas azules. Daba gritos a la gente pidiendo que se acercasen, gritaba tanto que Seray sintió curiosidad y se acercó a ella. El poeta le siguió sin mediar palabra. La gitana miró a Seray con una amplia sonrisa:
- ¿Quiere conocer su pasado, señor?- preguntó sacando una vieja baraja de cartas que guardaba en una funda de terciopelo negro.
- No. Conozco mi pasado perfectamente, lo que quiero es conocer mi futuro.
- No. El futuro no - dijo ella con una seriedad rotunda-. Siéntate - dijo después señalando una silla que había al otro lado de la mesa, justo enfrente de ella.
- Creo que no me interesa, como ya le he dicho conozco mi pasado, y si no puede decirme nada sobre el futuro no me interesa.
- ¿Piensas que conoces tu pasado a la perfección? Eso no puede ser, nadie lo conoce realmente, hay cosas que se ven de una manera determinada y no son así, otras nos pasan desapercibidas.
Seray comenzó a tener curiosidad, había mucha gente dispuesta a leerle el futuro, pero no el pasado. Movido por dicho sentimiento se sentó en la silla frente a la mujer, ésta le entregó la baraja, muy gastada y manoseada, y él comenzó a mezclar. El poeta permanecía en pie junto a él. Terminó de barajar las cartas y se las entregó a la gitana, ésta comenzó a extenderlas sobre la mesa; Seray la observaba sin perder detalle.
- No has sido malo, tampoco bueno, más bien has sido mediocre, pero eso ya lo sabes y nunca lo has llevado bien, siempre has deseado hacer cosas y jamás te has atrevido, el miedo te ha impedido hacer las grandes cosas que hubieras debido hacer.
- He ascendido mucho en mi trabajo y siempre fui el primero de la clase.
- ¿Crees que eso es destacar?- Seray no respondió, esperó expectante a que ella le explicara el significado de destacar- ¿Por qué no compraste el libro de aquel hombre? Porque tenías que arriesgarte a dejar la cola y perder tu puesto en ella, luego te excusaste diciéndote a ti mismo que daba igual si lo comprabas o no. Pudiste salir y arriesgar, librarte así de esa mediocridad que siempre te ha embargado.
- No creo que sea para tanto, ya lo he olvidado.
- Eso no es cierto Seray - no se asombró de que supiera su nombre-, los remordimientos van contigo, te sientes mal, siempre te has sentido mal por no haber hecho algo que realmente mereciera la pena. ¿El primero de la clase? ¡Valiente tontería! Eso no es nada, eso es ser nada, es ser un cuadro más en un folio cuadriculado, un bolígrafo más en un almacén; nunca has hecho algo real.
- La gente espera que sigas las normas, forma parte del juego.
- ¿Qué juego? ¿El de quién? Ser diferente es un reto que te has planteado mil veces, sin embargo nunca has sido disímil, porque no has hecho nada, nunca te has arriesgado por ser más.
- ¿No hay nada bueno en mi pasado?
- No estás aquí para ver lo bueno, sino para rectificar lo malo.
- Bien, ¿hay algo más?- preguntó en tono sarcástico.
- Has sido muy prepotente - Seray la miró indignado -. No me mires de ese modo. Si hubieras sido una persona más humilde no hubieras perdido a tu amada Yadamira, te hubieras dado cuenta de lo que ella te pedía a gritos. Luego te sentiste muy solo y la soledad te hizo comprender, te hizo apreciar los pequeños detalles, sin embargo aún no has actuado, no has pasado a la acción.
- ¿Qué puedo hacer? No parece que haya solución - Seray se sentía cansado y abatido, ya no tenía fuerzas para oponerse o discutirle nada a nadie. Decidió aceptar su destino sin más.
- Yo sólo te digo lo que hay en tu pasado, no cómo debes actuar; lo siento, pero eso no entra dentro de mis labores.
Seray se levantó mientras la gitana recogía las cartas y las colocaba en la funda de terciopelo negro. El poeta no había dicho ni una sola palabra en todo el tiempo y Seray pensó que era algo en lo que no podía entrar, algo que debía meditar él solo.
Comenzaron de nuevo la marcha en un silencio tan profundo que hubiera podido ser rasgado por el vuelo de una mosca y la habría oído con total claridad. La masa de gente se arrastraba cabizbaja a lo largo del túnel, cada vez más angosto, como un montón de cadáveres resignados y abandonados a su suerte. Ya no se oían pasos, ahora se oía el arrastrar de las cadenas, de los pies cansados, de los rostros pálidos, de miradas perdidas, de comprensiones tardías y arrepentimientos socorridos.
El poeta se detuvo, dio media vuelta y se dirigió a un banco de madera, que había a un lado, y se sentó en él; Seray le imitó y se sentó a su lado con los ojos bañados en lágrimas. El poeta miraba al suelo sin dejar de sonreír, permaneció así durante unos minutos y luego miró a Seray, éste no dijo nada, esperó que aquél hablara primero.
- Debemos hablar Seray, ya es el momento de hablar en serio.
- La anciana ha hecho ya ese trabajo por mí - respondió asustado ante el inminente final del camino.
- Ella te ha dicho, pero tú no has dicho, y ahora eres tú quien tiene que poner orden en las cosas.
- Si pudiera volver atrás le compraría un libro a aquel vendedor, puede que le quitara el cigarro al niño de la cola de la fuente, o explicaría a la pareja que se besaba que esa no es la solución a la soledad.
- No se trata de que te conviertas en un héroe, no puedes cambiar el mundo, hay cosas que deben suceder de ese modo y ni tú ni nadie debe intervenir; pero sí podías cambiar tu propio entorno, tu vida, tu persona.
- Ya no puedo dar marcha atrás, Yadamira no volverá, si ahora estuviera conmigo todo sería diferente…
- Sigues cargándole la losa de tus problemas; debes hacerte cargo de ti mismo, ella no está aquí y tú tienes que tomar las riendas de tu propia existencia - Seray lloraba desconsolado, no se sentía capaz de asumirse, “¡a estas alturas!” Miró al poeta y descubrió en sus ojos dos lunas rotas, ya no era joven, había envejecido sobremanera a lo largo del trayecto, no es que cuando le halló fuera joven, pero ahora estaba más mayor.
- He pasado toda mi vida pensando en lo que los demás podían darme y ahora me pregunto qué demonios les he dado yo. A Yadamira la quise más que a nada en el mundo, y sin embargo, ¿se lo demostré alguna vez? Nunca. Suponía que ella ya lo sabía, y seguramente así era, pero eso no era excusa para no demostrárselo, ella lo necesitaba aunque nunca me lo pidiera; yo en cambio le exigía que me amara sobre todas las cosas. Ahora siento que me arrastro por el último soplo de vida que me queda y sólo puedo mostrar un sincero arrepentimiento.
- No es cierto Seray, comprendes y asumes tu vida, por fin te has hecho cargo de tu existencia: Debes marcharte.
- ¿Y…?
- Yo no puedo ir contigo, ya no me necesitas, llevas todo lo necesario en ti, por fin lo has encontrado.
Seray se levantó lentamente y comenzó a andar, no miró hacia atrás, la luz ya estaba allí y se fundió en ella con los brazos en forma de cruz. Un intenso bienestar le inundó las entrañas; abrió los ojos lentamente y halló ante sí, recortada sobre un fondo azul, una silueta compuesta por millones de átomos de luz blanca, “la Virgen”, pensó, “no”, respondió una voz en su cabeza. Se acercó lentamente a ella, inducido tal vez por la paz que emanaba, y poco a poco fue descubriendo su rostro, un bello rostro del color del marfil, “Yadamira”, se dijo, y la hermosa mujer sonrió mientras le tendía la mano. Seray se acercó más aún, con las mejillas anegadas en llanto, llegó hasta ella y se aproximó a sus labios para besarlos y cuando por fin los unió, se fundieron ambos en una sola luz que se perdió en el azul del fondo.





Este relato, fue publicado en una antología de cuentos, titulada "Cuentos selectos"; ahora se puede encontrar en el interior del libro CALEIDOSCOPIO, publicado en BUBOK.COM y LULU.COM.
Los enlaces para adequirirlo se encuentran en esta misma página, en la entrada titulada como CALEIDOSCOPIO, donde se detalla más información sobre el libro.