martes, 22 de junio de 2010

AYUDA PARA CUMPLIR UN SUEÑO...

Hola a todos los navegantes de este humilde blog:

Ya podéis votar por mi novela corta LOS MUROS DE LA SOBERBIA, que participa en el concurso literario de Imprimatur.es. La podéis leer online en:
http://www.imprimatur.es/ii-edicion-novela/108-los-muros-de-la-soberbia.html

También podéis votar por el poemario EL GRITO AHORCADO, publicado igualmente en Imprimatur.es y que se puede leer online en:
http://imprimatur.es/ii-edicion-poesia/155-el-grito-ahorcado.html

Comentaros que para votar debeis registraros en la página literaria https://www.imprimatur.es/
Luego, pinchando en el menú de la parte de arriba en PARTICIPA, se despliega una ventana y en la parte de abajo aparece la opción VOTA, que te lleva directamente al formulario de votación.
Las obras más votadas serán revisadas por un jurado, que decidirá si las publica en papel. Os pido vuestra colaboración para que mis obras puedan ver la luz en dicha editorial.

Gracias y besos a todos!!

miércoles, 16 de junio de 2010

LA MALDICIÓN






Más de un centenar de gargantas descarnadas emitían un prolongado alarido que se oía a kilómetros de distancia. Los animales de los bosques de alrededor habían huido espantados por lo que allí estaba sucediendo, y es que jamás se había visto un castigo tan horripilante en la región.
El reo, un hombre joven, permanecía atado a una gran estaca de grandes dimensiones, y una serie de encapuchados lo rodeaban con largas lanzas en las manos, lanzas muy afiladas que apuntaban directamente hacia el condenado. Una espesa masa de nubes negras se cernía sobre la escena amenazando con lanzar su furia en forma de tormenta, todo resultaba aterrador.
El penado se mantenía extrañamente sereno a pesar de la tortuosa muerte que le esperaba, mantenía la cabeza gacha y los ojos cerrados, murmurando algo que nadie más que él podía comprender, estaba rezando. Su semblante circunspecto encendía aún más los ánimos de los allí congregados, que anhelaban ver sufrimiento dibujado en su rostro, y le insultaban a gritos desde donde se hallaban.
- ¡Matadlo! ¿A qué esperáis? - inquirían a voz en grito señalando a los verdugos encapuchados que rodeaban al reo apuntándole con las lanzas. Éstos permanecían quietos en sus puestos, esperando la orden definitiva para proceder.
Un hombre vestido con hábito religioso, se subió a una especie de tarima que había a un extremo, visible para todos, y señalando al condenado con el dedo índice empezó a hablar con voz profunda y clara:
- ¡He aquí, el último de una estirpe degenerada que ha traído la desgracia a nuestro pueblo! – exclamó, y los gritos de la multitud arreciaron en el acto – sí, queridos vecinos de Horcost, él es el último de una saga de gentes perversas que nos trajeron la desgracia, la terrible maldición que nos acucia desde hace varias generaciones, y que hoy, con el ajusticiamiento de este último miembro de esa perversa estirpe, terminará por fin y para siempre…
Las gentes gritaron de nuevo, querían ver muerto al causante de todas sus desgracias, y querían que fuera ya. Alzaban ahora los puños clamando por la justicia que creían necesaria y buena para su pueblo, aquel desgraciado tenía que morir…
El hombre de la vestimenta religiosa alzó los brazos hacia aquel cielo oscuro y siniestro, poco después dio la orden con un grito que los verdugos reconocieron al instante, y empezaron a avanzar hacia el condenado con paso firme y seguro, creían en lo que iban a hacer, lo hacían por el pueblo, por sus familias, por todos ellos.
El reo levantó la cara un momento y paseó la mirada por la multitud, les miró muy serio y apenado a un mismo tiempo, como si en realidad se apiadara de ellos, después clavó la mirada en el cielo, y un rayo partió la masa de nubes en dos, provocando un rugido infernal que silenció las gargantas de todos los allí presentes. Los verdugos, lejos de amedrentarse, continuaron con su avance, querían terminar con todo aquello de una vez por todas y para siempre, de ellos dependía el futuro de la región y no podían flaquear.
Las lanzas se fueron clavando en el cuerpo del condenado de una forma aterradoramente lenta, no se trataba tan sólo de matarle, había que provocarle el máximo sufrimiento posible, porque aquel acto que estaban perpetrando no era sólo aplicar una condena, sino llevar a cabo una venganza, deseaban vengarse por todo el daño que la saga a la que pertenecía el reo había provocado en sus vidas. Pese a todo, el penado no profirió grito alguno, demostrando de este modo toda la dignidad de su estirpe, destruida por aquellos a los que consideraba bárbaros. No les daría el placer de verle sufrir, ninguno de los suyos lo había hecho antes, y él tampoco lo haría…
La lluvia empezó a caer con fuerza al morir el desdichado, tanto que las gentes allí congregadas tuvieron que marcharse en busca de albergue para poder guarecerse, y no pudieron disfrutar de la escena macabra durante tanto tiempo como les hubiera gustado. El cuerpo del ajusticiado quedó expuesto a la lluvia metálica que caía a plomo sobre él, sobre todo. Con su muerte, la maldición había terminado, eso creían todos los que lo habían llevado hasta el macabro patíbulo en el que se hallaba ahora. No podían estar más equivocados.
Desde hacía más de un siglo, los antepasados de Surimay habían adorado a dioses diferentes al que adoraban los habitantes de aquella región, y ese había sido el gran pecado que habían cometido. Toda su estirpe se había alejado de un dios que le resultaba oscuro y justiciero, para acercarse a unos dioses mucho más cercanos y luminosos, dioses que no hablaban de castigo, sino de perdón. No creían que estuvieran haciendo nada malo al acercarse a creencias que hablasen de amor fraterno, de conmiseración y de un futuro en hermandad, en el que todos y cada uno de los seres del mundo viviesen en una armonía plena, por ello en un principio decidieron compartir toda esta nueva visión con el resto de vecinos.
Fue un craso error, porque el resto de personas creyó que lo que hacían era algo siniestro que traería graves consecuencias a sus vidas. A su dios no le gustaba que le desobedecieran, o que le traicionaran en busca de otras creencias que no fueran las dictadas por sus ministros en la tierra. Por este motivo decidieron prohibir a los antepasados de Surimay llevar a cabo la adoración a dioses que no fueran el que ya habían determinado. Estos no lo hicieron, sencillamente no podían seguir los dictados del miedo, que eran los que regían la vida de Horcost, y de todos los lugares que conocían. Les costó caro, porque desde ese momento en adelante fueron acusados de todo lo malo que ocurría en las vidas de todos. Las persecuciones no tardaron en sucederse, tenían que acabar con todos ellos de una forma definitiva y para siempre.
Surimay fue el último de aquella estirpe de desdichados, que pese a todo, no quiso traicionar las creencias de todos sus antepasados, creencias que por otro lado respetaba profundamente y que había hecho tan suyas como para morir por ellas. Los mensajes de amor fraterno recibidos, lo merecían, y sus vecinos estaban tan enceguecidos por el miedo que les habían inculcado en nombre de ese dios justiciero en el que creían, no supieron comprender, y tuvieron que acabar con su vida, como lo habían hecho con las vidas de todos los demás.
Ahora su cuerpo yacía atado a una enorme estaca negra, desangrado por las heridas provocadas por las lanzas de los verdugos, bajo la inclemente lluvia de acero que se clavaba en el suelo como finas aristas afiladas. Ajusticiado y odiado, acusado de pertenecer a los que lanzaron una maldición sobre Horcost y sus gentes, la maldición de creer en el amor.

Lorea Otsoa Honorato.

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martes, 1 de junio de 2010

ME OCULTAS EL AMOR




¿Me ocultas el amor?
¿Acaso, niña, crees que puedes engañarme?
El sentimiento te brota de los ojos,
cuan bocanada de fuego ardiente,
apenas disimulas el arrobo del rostro,
el temblor involuntario de las manos…
Tus palabras me dicen:
No te amo…
Y mienten.
Giras la cara, carita de luz,
y finges una indiferencia forzada,
porque tu respiración me llama a gritos,
y tú, desesperada por ocultarme
aquello que te resulta enorme,
inconmensurable…
Niña, ¿por qué me ocultas el amor?
Yo por ti muero…
Lorea Otsoa Honorato.



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