martes, 27 de enero de 2009

UN DÍA MÁS


El día era gélido, tanto que una lágrima podría congelarse habiendo salido apenas de un ojo, el invierno lo pintaba todo crudo allá arriba, abajo, en la mina, siempre pintaba crudo. El minero se frotaba las manos con energía tratando de entrar en calor; ni el fuerte desayuno, ni el aguardiente de la taberna, habían logrado mantenerle el cuerpo caliente. Encogido bajo su raído abrigo, con la piel erizada y tiritando, rezaba en silencio, como cada día antes de bajar en el maltrecho ascensor, aquel ascensor que les transportaba al mismísimo infierno.
El accidente que había ocurrido hacía menos de un mes, aún aguijoneaba su cabeza, ¿cuántos compañeros habían caído esta vez? Ése día él no había ido a trabajar, estaba con gripe, o quizás la enfermedad no había sido más que una forma de burlar el destino. Había estafado a la fría señora de las tinieblas una vez más, pero cada vez que esperaba a bajar, no podía evitar sentir aquella presión en la nuca, una especie de nudo metálico que lo contraía por dentro.
Arriba, el paisaje era blanco, completamente nevado, pero abajo sus ojos tendrían que acostumbrarse a la negrura del túnel, apenas iluminado por la luz del casco, cambiaría el aire puro y límpido del campo poblado de robles, por los pasadizos estrechos, llenos del polvo levantado por el trajín de las vagonetas colmas de carbón. Se miró las manos un momento, tenía las uñas negras, no conseguía blanquearlas con nada, lo mismo ocurría con sus ojos, parecía llevarlos pintados. Metió las manos en los bolsillos del viejo abrigo, pronto le tocaría entrar, ponerse el casco y picar la veta del carbón con el fin de sacarlo después a la superficie.
Aspiró hondo el frío, sintió una punzada en los pulmones y le entró aprensión, el estar tan cerca de la muerte día y noche no había hecho que dejase de tenerle miedo, quizás todo lo contrario, cuanto más cerca la veía, más temía su presencia. Se llevó la mano al pecho, pronto se quitaría el abrigo y se colocaría el casco, bajaría a la galería C y todo se tornaría oscuro, turbio, borroso, peligroso; entonces comenzaría una oración silenciosa, una oración de trabajo duro y de sueños, poder salir de nuevo a la superficie y reunirse con los suyos.
Entornó los párpados un momento, tratando de evocar en sus labios el último beso de su mujer antes de salir de casa, también, tenía las mejillas besadas por sus hijos. Un nudo se formó en su garganta, entonces sintió una mano sobre el hombro, la mano de un compañero, que le apretaba con firmeza y cariño; abrió los ojos de nuevo y carraspeó con fuerza para infundirse valor, apretó los puños y la mandíbula, empezaba una nueva jornada, un día más en la mina...

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