jueves, 11 de marzo de 2010

EL PRESO





Las gotas de lluvia se deslizaban lánguidas a través de los barrotes del pequeño ventanuco, parecían lágrimas eternas. Una espesa masa de nubes enlutaba el cielo, borrando de un plumazo cualquier atisbo de rayo de sol. La escasa luz que lograba atravesar el espeso manto de nubes, apenas conseguía espantar lo lóbrego de aquel aciago día.
El preso miraba el triste ventanuco enrejado, tenía los ojos vacíos, hacía demasiado tiempo que había perdido la libertad, y aún peor, la esperanza. Tener fe en algo o en alguien, era un lujo que no se permitía desde hacía demasiado tiempo, como tantos otros a los que había ido renunciando.
Había olvidado la razón de su encierro, debió ser algo grave, porque ya no recordaba el tiempo que había transcurrido desde que había iniciado aquella reclusión perpetua. Había lanzado al olvido demasiadas cosas, porque con el tiempo, todo había empezado a doler más de la cuenta. El dolor se hace más soportable cuando se tienen menos recuerdos, cuando se borra el pasado y tan sólo se vive un presente sin anhelos, sin sueños por cumplir. Por eso él había olvidado, aplicando este olvido como un bálsamo sobre sus heridas.
La lluvia resultaba un elemento más de todo lo que le rodeaba, parecía formar parte de aquel escenario tétrico que envolvía su vida desde hacía demasiado. Pensaba que llevaba lloviendo mucho tiempo, no recordaba haber visto un día soleado, tal vez esto formaba parte también del olvido, poco importaba ya. Desde el momento en el que la desesperación anidó en su corazón, todo perdió su valor.
Ya no paseaba por su triste celda, no le encontraba sentido al hecho de andar en círculos, sin avanzar hacia ninguna parte, así que se pasaba la mayor parte del tiempo tumbado en el estrecho camastro sobre el que dormitaba cada noche, mirando hacia el ventanuco enrejado que solamente mostraba lluvia. Desde allí escuchaba a veces los gritos de los condenados a muerte, que solían ser ajusticiados en el patio frente a todos, para dar ejemplo, y deseaba ser uno de aquellos desgraciados que tenían la inmensa suerte de morir, poniendo de este modo fin a tanto sufrimiento.
A él no lo matarían, su delito no debió de ser tan atroz como el de aquellos otros, y sin embargo, pasarse encerrado lo que le restaba de vida, le parecía un castigo mucho peor, más cruel, no podía imaginar nada tan terrible, tan desolador. Por eso mantenía la mente en blanco la mayor parte del tiempo, por eso el velo de olvido que no permitiera la entrada a ningún recuerdo pasado que le rememorase que había otro mundo al otro lado de los barrotes, fuera de aquellos altos y gruesos muros de piedras.
Hastiado de sus propias cuitas entornó los párpados, y se sintió aterrado al comprobar la poca diferencia que había entre tener los ojos abiertos o cerrados, realmente le daba lo mismo, y eso le produjo un frío terrible, ¿era la muerte acaso peor que eso?
Una fría ventisca azotaba ahora las paredes del penal, la lluvia había arreciado y se colaba por entre los barrotes empapando parte del suelo del sórdido calabozo. Una especie de sombra negra se internó en el lugar y reptó como una culebra hasta posarse sobre la garganta del preso. Éste sintió cómo le agarraba el cuello y se lo apretaba hasta provocarle un ahogo insoportable. Entonces se incorporó emitiendo un sofocado gemido y percibió con sorpresa que se le habían llenado los ojos de lágrimas. Se los palpó para comprobar que no imaginaba y al ver las lágrimas en las yemas de sus dedos, no pudo evitar reconocer que había fracasado, o tal vez no, quizás había vencido, porque lo cierto era que después de todo, aún era capaz de sentir.




Lorea Otsoa Honorato.

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