viernes, 26 de septiembre de 2008

QUITA PA ALLÁ


El maestro de secundaria José, llegó a aquel pueblo dejado de la mano de Dios lleno de ilusión, la misma ilusión que tiene alguien que emprende algo nuevo. Había huido de la gran ciudad, del ruido, del tráfico avasallador, de los gritos, los empujones en el metro y los semáforos en rojo para todo, buscando un remanso de paz, un mundo en el que el tiempo transcurriese lento y no hubiera premura por hacer nada. Aquel pequeño y desconocido pueblo que apenas aparecía en el mapa, era lo que necesitaba para desconectar de la vertiginosidad de la ciudad.
Lo primero que hizo fue comprarse una casa por un precio que le pareció irrisorio, jamás pensó que pudiera adquirir una vivienda sin tener que hipotecarse de por vida. La mandó reformar para cambiar todo lo que no le gustaba de ella, y contrató para dicha labor a un grupo de albañiles, pintores, carpinteros, escayolistas, etc., que le juraron y perjuraron por la Santísima Trinidad y el Cristo del gran poder, que terminarían en poco tiempo, concepto realmente relativo, como pudo verificar el buen maestro, tras largos años de estudiar las leyes de Einstein, porque finalmente el poco tiempo se transformó en mucho tiempo, pero José se lo tomó con filosofía sin darle demasiada importancia, pensó que en aquel lugar la gente se tomaba la vida de otra manera, con más calma, allí todo era más lento y precisamente esa calma era lo que había ido a buscar.
Enseguida ganó un título, sin comerlo ni beberlo, ni haber hecho mérito alguno, pasó de ser José a secas, a ser don José, el ilustre maestro de la capital. Para las gentes sencillas era un verdadero honor contar con alguien con estudios entre ellos. Todo era ventajoso pues para el buen maestro de secundaria: la vida tranquila, el aire puro y la profunda admiración de sus vecinos. Podía dar largos y saludables paseos, compartir su sabiduría, que allí era mucha, y enseñar a las gentes, realmente José se sentía lleno, y solamente se arrepentía de no haberse ido antes de la ciudad.
Fue en uno de aquellos largos y solitarios paseos por los campos de trigo y ganado, cuando su mente inquieta comenzó a elucubrar. Vio como cada uno tenía su pedacito de tierra que dedicaba a una cosa concreta obteniendo un muy buen producto pero insuficiente para poder exportarlo a otros lugares, y sobre todo a las ciudades; pensó que si todos los vecinos del pueblo se unían aportando cada uno lo suyo, podrían formar una próspera cooperativa, serían todos socios y trabajarían en conjunto para sacar sus mejores productos y vendérselos después a grandes compañías. Aquella idea le pareció tan maravillosa que no dudó en irse a su casa y comenzar a desarrollarla sobre el papel, se encerró allí mañana y tarde para hacerlo, y mientras lo hacía pensaba en lo próspero y rico que se haría aquel pueblo gracias a su gran idea. Cuando hubo terminado, se fue a hablar con el cura, que también ostentaba el título de don, pensó que sería bueno contarle a él todo le que había desarrollado para que le ayudase a ponerlo en marcha, pues el sacerdote era un hombre muy respetado en el pueblo.
- No, no, no, no, no, eso aquí es imposible, realmente imposible – fue la respuesta del cura don Enrique en cuanto él le expuso la idea.
- Pero si lo he calculado y lo he tenido todo en cuenta – se afanó don José mostrándole todos los esquemas que tenía entre las manos.
- En este pueblo hay una gran barrera que obstaculiza el progreso, se trata del quita pa allá – repuso el sacerdote negando con vehemencia.
- Pero...
- Nada, nada, nada, hazme caso, es imposible – recalcó el cura.
El maestro de secundaria don José se volvió a su casa echando pestes del cura: Con la iglesia hemos topado, se decía, sin embargo no desistió en su empresa, y un día consiguió reunir a medio pueblo en la plaza del ayuntamiento, el otro medio se quedó durmiendo la siesta auspiciados por la ley del quita pa allá. Consiguió hacerse entender a duras penas entre los asistentes a la convocatoria, pues el quita pa allá, con su persistencia, retumbaba en el interior de sus cerebros de forma insistente, sin embargo terminaron por hacerle caso movidos por eso que mueve a cualquier ser humano por muy escéptico que éste sea: el vil metal, y el otro medio pueblo, el de la siesta, decidió unirse a la idea del buen maestro de secundaria, por el mismo motivo.
Poco a poco, y muy lentamente, porque cuando no hacía demasiado calor, llovía, y cuando no llovía, era mal día, fueron poniendo en marcha la pequeña empresa bajo la dirección del maestro don José, que ya empezaba a estresarse ante tanta parsimonia. Pero una vez que todo estuvo montado por fin y completamente organizado, se sintió orgulloso, completamente realizado por lo que había conseguido hacer, y le faltó tiempo para echárselo en cara a don Enrique, llamándolo de forma irónica, hombre de poca fe, éste negó con la cabeza como quien conoce el futuro poco halagador de alguien que tiene delante, don José pensó que se trataba de orgullo y no le echó demasiada cuenta, se encogió de hombros y se fue para su casa pensando en lo rico que se haría aquel pueblo gracias a él.
No llevaba ni una semana funcionando la nueva empresa, cuando la falta de fe de don Enrique y su escepticismo hacia todo aquello, comenzó a cobrar sentido en la mente de don José, el maestro ilustre. Al llegar a los lugares de trabajo la mañana del séptimo día, se encontró a la mitad del pueblo durmiendo, unos tirados entre los surcos de la tierra roncando con la cara tapada con un sombrero para que les diera sombra, otros bajo un árbol, algunos recostados junto a la rueda de algún tractor. Los que no estaban durmiendo, se dedicaban a discutir enérgicamente sobre si aquella parte de tierra era suya o del vecino, o si uno era el dueño de esta máquina o de la otra, estaba claro que no habían comprendido la palabra socio o cooperativa, que el buen maestro de secundaria les inculcara, y los que no estaban ni durmiendo, ni discutiendo, se habían desplazado hasta sus respectivas casas a más de kilómetro y medio a orinar o a beber un vaso de agua. Demencial, a don José, el maestro ilustre, todo aquello le resultaba demencial, algo que no entraba en su cabeza por más que lo analizara y lo desmenuzara una vez y otra.
Llevándose las manos a la cabeza, don José, el ilustre maestro, comprendió su gran fracaso, a pesar de todos sus esfuerzos no había conseguido sino llenarse de nuevo de aquel estrés del que había tratado de huir al abandonar la gran ciudad. Cabizbajo y frustrado se refugió en la casa que había comprado en aquel pueblo, preguntándose si el mundo estaba realmente loco, o si por el contrario, el único loco era él. Pero no obtuvo respuesta alguna a su pregunta, quizás porque la humanidad entera no la tiene, tal vez porque ni siquiera existe; lo que sí comprendió, pese haberse negado en un principio, fue la absoluta y rotunda fuerza de la ley del quita pa allá, que comenzó a retumbar en sus oídos como una larga letanía pronunciada por todo el pueblo al unísono, insistente y persistentemente, de forma que le fue prácticamente imposible no rendirse a ella contagiado por aquel ambiente.

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