viernes, 26 de septiembre de 2008

LA FAUNA DEL METRO



LA FAUNA DEL METRO

Siempre me he preguntado por qué los asientos del metro van situados en grupos de cuatro y te obligan a ir frente a frente, con pasajeros desconocidos que ni te van ni te vienen, y cuyas miradas esquivas con carraspeos incómodos, te acompañan la mayor parte del trayecto. Supongo que hay motivos sólidos y bien fundados para que los viajeros vayamos sometidos a semejante tortura, pero lo cierto es que una vez que el tren arranca y se sumerge en el oscuro túnel, parece
ciertamente ridículo, mirar por la ventanilla la oscuridad. Cuando el tren viaja por dentro de los túneles, comienza el desfile de miradas que pasean de un lado a otro sin atreverse a posarse en ningún lugar concreto. Unos optan por la incómoda posición de mirar al techo, como si alguna especie de maná fuese a ser lanzado de él; otros por el contrario, miran al suelo, como si se avergonzaran de algo inconcreto; otros deciden mirar a alguien que cree que no las ve, pero cuando el observado en cuestión, vuelve la cara hacia el mirón, éste se agita y aparta la mirada posándola en varios puntos sucesivamente, sin tener muy claro en cuál detenerse. El viajero del metro es muy variopinto, como se suele decir, cada uno es de su padre y de su madre. En primer lugar, podríamos hacer una división en dos grandes grupos: los viejos, y los jóvenes. Los primeros son sin duda alguna los reyes del transporte público, igual que lo son también de la sala de espera del médico de cabecera, y de las interminables colas de la caja de ahorros. Los viejos llevan un objetivo claro a la hora de de tomar el metro: coger asiento, y todo lo demás es una consecuencia de dicha aspiración. Una insólita carrera de obstáculos empieza para ellos, en la que aprietan el paso, sacan los codos, y avanzan rumbo al vagón seleccionado con el aplomo de una apisonadora, una vez que fijan su objetivo, no se despistan, no demoran un instante, dirigen todos sus esfuerzos en hacer suyo el asiento libre.
El grupo de los jóvenes, no es más solidario, pero tiene sus particularidades. El muchacho joven ocupa generalmente el espacio de dos cuerpos, porque siempre va acompañado de una enorme mochila que desploma en cualquier sitio. El muchacho joven ha nacido cansado, por eso se va sentando y apoyando en todas las esquinas. Cuando entra en el vagón toma asiento junto a la ventanilla, coloca la exagerada mochila en el asiento de al lado, y los pies en el de enfrente, se ve que necesita un gran espacio vital. Suele llevar auriculares, aunque no se sabe bien por qué, pues la música se escucha sin necesidad de ellos por todo el vagón, también mastica chicle, generalmente de manera que podemos ver incluso sus principios de caries en las muelas más recónditas. El más difícil todavía llega cuando ambos grupos convergen en un espacio reducido, entonces los viejos sacan los codos con más ahínco, luchando por mantener su hueco. Los
jóvenes, se vuelven hacia un lado y hacia el otro, supuestamente dejando paso, y sus descomunales mochilas amenazan con golpear la cara de atemorizados pasajeros, que comienzan
a temer seriamente por su integridad física.
Pero aparte de estos dos grandes grupos, hay muchos más; por ejemplo está el de los corbateados, hombres de entre treinta y cuarenta y cinco años, que penetran en el vagón siempre hablando por el móvil, en un tono bastante alto e intercalando risotadas cada pocas palabras. Suelen ir acompañados de algún otro corbateado más, con el que mantienen conversaciones sobre cifras y balances.
También está el trabajador corriente, ese que guarda silencio y mantiene el rostro impenetrable, con gesto duro y cansado, la mirada perdida. Éstos no suelen hablar con nadie, no miran a nadie, van metidos en sus propios pensamientos. También viaja en el metro ese grupo de personas que se dedican a mirar impúdicamente al resto de viajeros, esas que te hacen una radiografía completa en un tiempo récord, y que no apartan la mirada ni aun siendo descubiertas.
Cuando por fin el tren se detiene en una estación importante, las puertas se abren y se desata una estampida que nada tiene que envidiar a las de los búfalos del lejano oeste. Señoras que tan sólo minutos antes se mostraban doloridas, y con ello exigían su derecho a sentarse, se lanzan a la carrera por el andén, veloces como gacelas, su meta, tomar el ascensor antes de que éste se llene y tengan que esperar a la siguiente tanda. Una vez dentro, uno siente lo que debe de sentir alguien enjaulado en una especie de trampa. Los viejos, con los codos en punta, los chicos de las mochilas obligándote a esquivar los golpes continuamente y con tino, las
señoras empujando para entrar, como si el ascensor fuese un lugar infinito, el corbateado vociferando con su móvil en tu oído, porque no comprende por qué se ha quedado sin cobertura… ¡Bendita calle!
El metro es algo así como un resumen de la sociedad al completo, un lugar tan variopinto como el propio mundo, compuesto de un telar de gentes diversas compartiendo un mismo espacio, gentes que por lo general van revestidas de un egoísmo animal que las conduce a luchar continuamente por una especie de supervivencia pueril, utilizando cada una de las armas que posee, es la ley del sálvese quien pueda.

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