lunes, 17 de noviembre de 2008

EL ULTIMO CIGARRO



Aquella mañana me levanté con el firme propósito de dejar de fumar de una forma definitiva y rotunda. La idea de que mis pulmones se estaban convirtiendo en una viscosa masa de gelatina negra era un más que poderoso motivo para abandonar el vicio de una vez por todas. Sin embargo me agobiaba sobremanera el pensar en los largos momentos nocturnos de balcón y pensamiento existencial, sin un compañero tan fiel como el cigarro de turno girando levemente entre mis dedos.
La idea del pensador bohemio que fuma mientras se transporta a través del humo a ese mundo paralelo que nos rodea, me había impulsado a postergar mi decisión de abandonar el tabaco de una forma radical. El sentido común tomó la iniciativa esta vez, y aunque la nostalgia luchaba en mi interior tratando de obligarme a pertenecer aferrada al pasado, puso orden de una vez por todas a la locura que siempre me había impulsado a agarrarme con fuerza al tópico que liga el fumar con el pensamiento trascendental del libre pensador.
El tabaco ha sido siempre algo básico en mi vida, no recuerdo ni un solo momento decisivo sin un cigarro en la mano; compañero inseparable de mis nervios, mis miedos, mis juergas y mis celebraciones, también de los melancólicos momentos sumidos en la más absoluta soledad, en mis vacíos existenciales más rotundos... Supongo que se trataba de un cambio de mentalidad, o más bien de costumbre, supuse que tendría que canjearlo por el chicle, que no tiene tanto carisma, o glamour, o como demonios se llame lo que tiene, pero por lo menos no sentiría que me mataba el alma a golpe de bocanadas de humo.
Lo malo de los chicles es ese aire de americano descerebrado y pasota que te dan, son una especie de antítesis del tabaco; el fumar te da cierto aplomo, seriedad y personalidad, incluso te da encanto, y en ocasiones resulta sexy; el chicle es todo lo contrario, si no sabes mascarlo con cierto recato puedes pasar de tener un aire de pasota, a tener un repugnante aspecto de bocazas, sobre todo si lo mascas con la boca abierta mientras miras al que se sienta frente a ti en el metro con ese descaro típico de los chiclistas habituales. Eso si no mencionamos lo poco seductor que resulta que se te acerque un tipo tratando de imitar a Richard Gere en Pretty woman, emitiendo ese desagradable sonidillo de la saliva al mezclarse con la goma de mascar, a invitarte a tomar algo. Si se te acerca fumando un cigarro la cosa cambia, automáticamente, el chico en cuestión, gana en estilo y clase.
La marca del tabaco que se consuma no es de gran relevancia, aunque en ocasiones nos describe a la persona que lo fuma. Por ejemplo, el que consume Whiston, Malboro, o similar, maneja dinero, tal vez trabaja, o sus padres le pagan el vicio con una paga consistente. Están después los fumadores de Lucky, Chesterfield, y demás, estos no tienen tanto dinero como los anteriores, pero no se resignan a fumar cualquier baratija, su planteamiento suele ser el de "por veinte céntimos más no me voy a hacer millonario". Finalmente tendríamos la clase baja de los fumadores; estos no tienen un duro, economizan al límite y para ello mantienen el vicio con tabacos de rebaja, y cuando se pasan de la ración de nicotina diaria y necesitan más solicitan amablemente un pitillo de algún fumador caritativo.
No podemos dejar de comentar la forma de fumar. Están, en primer lugar, los fumadores experimentados, éstos fuman como si la cosa no fuera con ellos, como si no supieran de dónde ha salido el cigarro que consumen: "¿Fumando? Sí, bueno, pasaba por aquí..." . Luego están los adictos enfermizos, los Érase una vez un hombre a un cigarro pegado, el vicio les puede, no son ellos los que fuman, más bien el cigarro se los fuma a ellos. Los más graciosos son los primerizos, encienden el cigarro agazapados, se trata de que no se note mucho el acto fuera de la ley que van a cometer. Si están en una cafetería suelen camuflar el cigarro debajo de la mesa y se muestran nerviosos cuando el humo se rebela y comienza a salir a la superficie delatándoles. Se comportan como si todo el mundo les escudriñara con la mirada recriminándoles tal acción.
La cuestión es que decidí dejar de fumar definitivamente, me dio pena abandonar a mis camaradas de vicio, pero no les tenía tanto apego como para morir con ellos por la causa. Aquella mañana tomé la decisión, firme e irrevocable, de fumar mi último cigarro. Decidir cuál sería el momento idóneo era la mayor dificultad que se me presentaba delante. En principio pensé en la mañana, un cigarrito matutino sienta bien, pero pronto descarté esa idea, imaginar lo largo que se me haría el resto del día me hizo cambiar de opinión. Luego barajé la posibilidad de fumármelo después de comer, todo fumador estará de acuerdo conmigo en que tras el atracón, el cigarro te llama a gritos desde el paquete, finalmente, y tras arduas deliberaciones, la noche se me dibujó como la respuesta idónea. Me pasé el día entero soñando con dicho momento. Lo planeé a conciencia; me sentaría en la terraza a mirar las estrellas y a pensar en el infinito, llevaría un libro conmigo, mi segundo amigo fiel, lo que me planteó el problema de seleccionar el mismo, no servía cualquier lectura para la ocasión. Pensé en el último libro que había leído, pero no era suficientemente emblemático para tan señalado momento. No conseguí decidirme, así que concluí que lo mejor sería llevar mi libreta de notas, a fin de cuentas era lo más personal que tenía.
Estaba sentada en la terraza, el cigarro y el mechero en la mano, la libreta sobre mis rodillas y el cielo lleno de estrellas, incluso había luna llena. Pero entonces me di cuenta de que aquel cigarro no sería igual que los demás, no podría imprimirme esa sensación de intemporalidad que me embargaba cuando fumaba inmersa en mi mundo de sueños, aquel cigarro estaba inexorablemente enmarcado en el tiempo, tenía un principio y un final, iba en contra de cualquier sentimiento de trascendencia. ¿Qué sentido tenía fumar un cigarro que no me iba a aportar más que la angustia propia de lo que se hace por última vez? La respuesta era clara: NINGUNO. Tiré el cigarro terraza abajo y volví a entrar en casa con mi libreta; me había despedido del tabaco, pero el cielo emborrachado de estrellas y sueños seguiría allí al día siguiente por la noche.

2 comentarios:

luis antonio dijo...

cojonudo relato. yo estoy obsesionado con el cigarro en general, hasta el punto de que nopuedo pensar en crear nada sin la participacion de pitillos.
yo soy de chester, pero creo que lo fumo por apego sentimental y obiamente por su sabor.
un saludo. luis

Víctor Morata Cortado dijo...

Me gustó mucho este relato tuyo que es el primero con el que he decidido empezar mi andadura por tus letras. Qué identificado me he sentido con lo que has narrado, "afortunadamente" llevo ya unos 8 meses sin tabaco... Bueno, seguiré leyéndote. Gracias por tus palabras en mi blog. Me alegra que hayas disfrutado con mis escritos. Un abrazo.